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Finalmente la Novena con el maestro Johns, por Elena González

Publicado por el 23 October 2010 Sin Comentarios

Kynan Johns, director asistente de Lorin Maazel y de Zubin Mehta en el Palau de les Arts “Reina Sofía” de Valencia, vino a Madrid el 21 de octubre de 2010 de la mano de la Fundación Excelentia para dirigir al Coro y la Orquesta Clásica Santa Cecilia en la 9ª sinfonía de Beethoven. Con la particularidad de que, en esta ocasión, el coro ha estado formado por 160 cantantes de diferentes coros de Madrid que han audicionado para participar en esta grandiosa obra sinfónico-coral.

Elena González Correcher, una de las contraltos, comparte con nosotros cómo se ha sentido viviendo esta increíble experiencia.

Finalmente la Novena con el maestro Johns

¿Por dónde empezar? Por el principio sería lo fácil, quizás. Pero es que me pierdo casi en ese principio. ¿El principio del concierto? ¿De los ensayos? ¿De esta andadura musical en la que llevo metida unos años? ¿El primer Mesías, origen de todo esto?

Anoche no podía dormir, me pasa siempre tras un concierto. La emoción, supongo, el subidón. Y en esa vigilia, pensaba la diferencia que había entre ese primer Mesías, esa misma noche, la del concierto, cuando pensaba qué era lo que iba a hacer después, con ese vacío que creía  nunca iba a poner llenar. Ahora la pregunta es la misma: qué voy a hacer ahora? Pero no porque la respuesta tema que sea un vacío, sino porque está todo tan lleno que no sé realmente por dónde seguir: Britten, Verdi, Haendel, Victoria… Tengo una gran suerte por poder decir esto.

Ya ha pasado ese momento mágico de compartir la música con tus compañeros, con el público que está en la sala y al que ves que le estás llegando, con ese director que es uno contigo y con la orquesta en esos momentos, con esos compañeros que están a tu lado, que te arropan, cuya voz presientes cerca más que oírla, porque realmente luego cantando, en el Auditorio, lo cierto es que apenas escuchas más que al compañero que tienes a tu derecha y al de tu izquierda. Gracias, Sofía y Paloma, por cierto, porque canté muy cómoda a vuestro lado. Y creo que todos tenemos la experiencia de haber cantado alguna vez (sobre todo en grandes coros participativos) junto a alguien que no domina la partitura, que no aparta sus ojos de ella sin hacer caso de las indicaciones del director al que no ve, que entra a destiempo… eso te amarga un concierto. Lola y Alicia, me gustó girar la cabeza y veros allí a las dos.

Llegamos ayer  al Auditorio y fuimos a la sala de coro, a vocalizar, todos ya arreglados y con esa enorme sonrisa que te ponen los nervios, la excitación del momento que está por venir. Allí estaba Javier Corcuera, esperando para poner su enorme grano de arena, su enorme broche final a este momento.  Nunca son aleatorias las vocalizaciones con Javier. Nunca elige al azar. En los ensayos él está atento, escucha, observa, analiza y actúa. Y en estos días él ha estado también pendiente del maestro Johns y ha visto cuáles son nuestras carencias y nuestros errores, ya viciados. Y en la vocalización trata, una vez más, de corregir, de hacernos caer en la cuenta de lo que debemos y no debemos hacer.

Y luego coge la partitura y hace, en apenas dos minutos, un resumen de esos puntos negros en los que debemos poner especial atención.  Compás a compás, nota a nota. Y te recuerda, finalmente, lo que tienes que hacer, lo que Beethoven quiso que hiciera su música en ese cuarto movimiento final: un abrazo a la humanidad. Y con esa idea sales a cantar, a abrazar a todo el mundo con tu voz.

Pero te dice que no va a poder quedarse al concierto y eso es un jarro de agua fría. Afortunadamente para nosotros, tenemos a un gran profesional a nuestro lado, y eso tiene la contrapartida de que tiene otras obligaciones. Pero yo no puedo evitar sentirme un poco huérfana sabiendo que él no nos va a observar atentamente entre el público. Trabajo en un colegio, ya sabéis. Es habitual ver esas representaciones sencillas de los niños en los festivales, esas mínimas intervenciones que nos ilusionan tanto a padres y abuelos, que nos emocionan cuando vemos allí subido en el escenario a nuestro pequeño cantando apenas una línea, bailando una sencilla coreografía o haciendo un papel de árbol o vaya Vd. a saber de qué en obras de teatro infantiles. Como el padre o abuelo nervioso que está viendo en el escenario a su niño, que tararea  por lo bajo esas líneas de la canción que tantas veces en casa, con el bocata han ensayado juntos y temblando para que el  niño no se quede en blanco en el momento cumbre de su intervención, enjugando furtivamente esa lagrimilla de emoción que jurará no haber derramado nunca… Así quiero imaginar un poco a Javier desde el patio de butacas, pendiente de todo lo nuestro, deseoso y feliz de nuestro éxito y preocupado cuando se  acercan los momentos negros.

Lo malo es que nos privó también de otro momento, quizás del momento que más me gusta del concierto. El momento en que él sube a saludar al escenario y entonces es cuando el coro, hasta ese momento encorsetado y en su papel, pierde la compostura (educadamente, no nos engañemos) y se vuelve loco aplaudiendo a quien es su maestro y su guía, agradeciendo su trabajo, su esfuerzo, su paciencia, su sonrisa siempre, su gran labor, su ser como es. Nos lo debes, Javier, nos privaste de un momento mágico. Menos mal que dentro de nada tenemos otros parecidos o incluso mejores, sólo tuyos, sin compartirlos con nadie.

Y salimos al escenario. Pisar ese suelo del escenario, esa madera que cruje en algún punto, es algo especial. ¿Cómo explicarlo? Un remolino en el estómago, un continuo ir y venir de escalofríos hasta que respiras, te concentras, miras a derecha e izquierda buscando a quien ha ido a verte (yo en éste no tuve a nadie de la familia, pero otra vez será), y esperas a que todo comience.

La Novena Sinfonía de Beethoven, además de otros muchos, me ha brindado un magnífico placer: escuchar sus tres primeros movimientos y vivirlos desde un sitio privilegiado, teniendo delante a la orquesta, perfecta en su ejecución, y frente a mí a ese gran Kynan Johns recién descubierto y que sí, es grande, es fantástico. Durante los tres primeros movimientos, como digo, relajadamente, observé y disfruté de cada cosa que allí pasaba. El cuarto ya requería concentración absoluta, pero antes había que disfrutar del momento.

Lo que más me llamó la atención del maestro, y creo que todos lo podréis constatar también, fue escuchar todas y cada una de sus respiraciones, grandes respiraciones llenas de concentración absoluta, perfectamente sincronizadas con los movimientos de sus manos, de sus brazos, de sus ojos, hasta de su pelo. Te atrapaba, era inevitable. Como creo que atrapó a todo el público,  lo pudimos comprobar después con los aplausos, más de cinco minutos dice Jaime, yo no tengo ni idea, pero sé que estaba todo el Auditorio de pie.

Que conoce la obra de memoria también lo pudimos constatar. Apenas miraba la partitura. De hecho, algunas veces pasaba cinco o seis páginas juntas, páginas que no había mirado pero que llevaba en su cabeza. Eso me admira y me asombra tanto…. Yo llevo mi parte en la cabeza, claro, pero llevar la de las cuatro voces del coro, la de los solistas y la de todos y cada uno de los instrumentos… Eso es ser grande.

Qué fuerza en el primer movimiento. Maravilloso el segundo y muy emocionante el tercero. Me quedé enganchada en una intervención de los cellos y los contrabajos. Parece que no existen y de pronto salen allí, en primer plano, protagonistas absolutos. Qué maravilla.

Y llega el cuarto movimiento, salen los solistas, el maestro nos hace un gesto para que nos pongamos en pie y entonces vuelven las mariposas a tu estómago. Cruzas miradas de emoción con tus compañeros y te preparas para lo que será tu gran momento, rezando para que sea también el gran momento del maestro, para que no le decepciones, para que estés a su altura.

Concentración absoluta, tensión interna, respiraciones adecuadas y ¡¡a cantar!! Esa primera vez que escuchas cómo suena el coro, eso no tiene comparación. No hay nada que pueda describir siquiera de lejos ese momento. Cualquier cosa que escriba aquí ahora, para explicar esos quince minutos, será más largo que la brevedad que me queda como resultado. Si parecía que acababas de empezar y ya se había terminado… Qué corto se hizo.

Disfruté muchísimo de la intervención del coro de hombres, algo que, pese a todos los miedos, salió muy bien, mejor que en cualquier ensayo. Sonó tan bonito. Y nada más terminar ellos,  en el allegro de la orquesta, intentar seguir las manos del maestro, claras, precisas, rápidas, tan ágiles con cada nota que daba vértigo. Cuánta precisión cabe en apenas unos segundos, cuánta profesionalidad.  Me encantó.

Tuve todo el tiempo la certeza absoluta de estar ante un número uno, creo que todos lo supimos y disfrutamos de ello. Me preocupé un poco al saber de su pequeño malestar en la prueba acústica por no conseguir de nosotros los resultados que esperaba, pero yo creo que finalmente habrá estado contento y satisfecho con el resultado. Seguro que muchas cosas podrían mejorarse, eso siempre, pero creo que estuvimos a la altura y conseguimos un concierto digno y bien cantado. Eso es una tarea de equipo, de todos, de nuestro trabajo particular y en grupo con Javier, de Beethoven, claro, él también; de la orquesta, del maestro y de Excelentia, quien nos ha dado esta oportunidad, y de Javier Martí por haber elegido al maestro Johns. Tenías razón, Javier: “si te ha gustado el maestro en los ensayos, ya verás el concierto. No tiene nada que ver”. Y también de Paco, Jorge y César, Pizca y cuantos se ocuparon de la ingrata tarea logística de tenernos a todos controlados.

Qué subidón al salir del escenario, al encontrarte luego en el pasillo con el maestro, saludándonos, dando las gracias y diciendo “¡Bravísimo!”. No sé si de verdad sintió que nuestro concierto merecía ese “Bravísimo”, pero lo cierto es que lo dijo y eso es de agradecer. En ese momento de euforia, mientras todas mis compañeras le saludaban dándole la mano, yo le solté un par de besos diciendo que era nuestra costumbre y entonces él añadió un tercero, diciendo algo que la verdad es que ni escuché, y ya lo siento. Bueno, pero me quedé con los tres besos y el apretón de manos.

Pero luego siguieron más muestras de cariño con mis compañeras de coro, quienes nos íbamos abrazando a medida que nos íbamos encontrando. Y con los chicos. Qué emoción. Todos allí abrazándonos los unos a los otros. Al final Javier tenía razón: Beethoven nos había transmitido esas enormes ganas de abrazar a todo el mundo. O quizás era simplemente la necesidad de decirnos lo bien que estamos cuando compartimos estos momentos juntos, o lo contentos que estamos de formar parte de momentos como éste. O que “musica movit affectus”, como ponía en la tapa del clave sobre el escenario en El Mesías. O que nos queremos, y ya está. Sin necesitar más explicaciones.

Y para terminar la magia de la noche, la celebración, saber que tus grandes amigos de tantas cosas compartidas han estado allí para seguirte, para aplaudirte, para alegrarse contigo y para compartir cacahuetes, cerveza o tinto de verano, lo que se tercie. Y llegar a nuestro bar (como si lo fuera en propiedad) y ser recibido con entusiasmo por la dueña, que tan bien nos trata siempre. Y brindar, y cantar, y hacernos fotos, y reírnos. Y salir, despedirnos y volver a despedirnos hasta cuatro veces, y volvernos a abrazar todos. Y llegar a casa y ponerse frente al ordenador o al móvil con Internet y seguir procesando, y sentir ese calor y esa emoción que son tan increíbles. Y haber podido transmitiros con estas palabras un poquito de esa emoción y de ese calor que me hacéis sentir, que la música nos hace sentir a todos.

Elena González Correcher

Fotos del concierto cedidas por Javier Seijas.


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